Lo Que He Visto Y He Oído (4 Deciembre 2008)
Published diciembre 4, 2008 | Available In English
Fue una catástrofe inimaginable que sin duda afectó el corazón de personas más allá de esa parroquia, comunidad y diócesis. Las repercusiones de este acontecimiento anunciaron una reforma obligatoria extensiva y muy necesitada de los estándares y prácticas de seguridad en toda la nación.
Hace varios meses atrás durante una de nuestras reuniones de personal revisamos los procedimientos empleados para las pautas de seguridad en nuestras propias escuelas. No tolero ningún tipo de infracción o descuido de esas pautas. Insistimos en esas pautas no simplemente por exigencias legales o del seguro, sino porque las imágenes de esos jovencitos y de sus angustiados padres estarán por siempre grabadas en mi corazón y en el pensamiento y los corazones de los que recuerdan ese día aterrador.
El entonces nuevo arzobispo de Chicago Albert G. Meyer (hacía menos de seis meses que era arzobispo) tuvo que presidir la misa y liturgias funerarias, y tratar de confortar y consolar a las familias para quienes era imposible encontrar consuelo. Ni siquiera puedo imaginarme la pena insoportable que debe haber llenado el corazón del arzobispo cuando, aún fresco en su puesto pastoral, trataba de consolar aquellos corazones que estaban fuertemente heridos.
Incluso ante tal profunda aflicción, el tiempo a veces nos hace olvidar o menguar lo que habíamos decidido hacer, pero en este caso en particular esto no debe ocurrir. La seguridad pública en nuestras escuelas e instituciones católicas y públicas debe ser una labor no negociable. Aprovecho ahora esta columna para recordarles a todos los que están en la administración, a los sacerdotes, y a los miembros del personal que estén alertas y tomen todas las precauciones que garanticen que nuestros edificios sean seguros y que cumplan con los más altos estándares de seguridad pública.
El 1ro de diciembre de 1958 yo estaba en sexto grado; acaba de entrar a la escuela católica cuando ocurrió este incendio en otra zona de la ciudad de Chicago. El Padre Robert J. Nedza, uno de mis compañeros sacerdotes ya fallecido, también estaba en sexto grado en la otra zona de la ciudad en la escuela Our Lady of the Angels. Obviamente él fue uno de los jóvenes afortunados que se salvó de la tragedia. Muy pocas veces me habló sobre ese día, y con obvia razón. En el aniversario de este triste día, oro por la paz de su alma y del alma de todos los que murieron. Y ahora oro para que tal dolor nunca más ocurra en una escuela, especialmente cuando es una tragedia que podemos evitar si prestamos mucha atención a las pautas y procedimientos cuyo propósito es evitar este tipo de tristeza. Ojala que todos esos jovencitos, esas monjas, y Bob descansen en la paz de los ángeles santos de Dios.