El Arzobispo Gregory J. Hartmayer, OFM Conv., es el séptimo arzobispo de Atlanta. En su columna “Paz y bien”, comparte homilías y reflexiones pastorales.Noviembre: Tiempo para recordar, reflexionar y tener confianza
By EL ARZOBISPO GREGORY J. HARTMAYER, OFM Conv. | Published octubre 29, 2025 | Available In English
Cada noviembre, la Iglesia vuelve su mirada hacia el misterio de la muerte y la esperanza de la vida eterna.
El mes comienza con la solemnidad de Todos los Santos, una celebración de las innumerables almas que ahora comparten la gloria del cielo, y continúa con el Día de los Fieles Difuntos, en el cual oramos por todos los que han fallecido, especialmente por aquellos que aún están siendo purificados bajo la misericordia de Dios. La Iglesia nos invita durante este mes a recordar a nuestros seres queridos ya fallecidos, a visitar sus tumbas, a ofrecer misas por ellos y a renovar nuestra propia fe en la resurrección.
En un mundo que a menudo evita el tema de la muerte, noviembre es un regalo. Nos brinda una pausa sagrada, un tiempo para afrontar lo que preferiríamos ignorar. Sin embargo, como cristianos, no afrontamos la muerte con miedo, sino con fe. El Catecismo de la Iglesia Católica nos recuerda: «Gracias a Cristo, la muerte cristiana tiene un sentido positivo. “Para mí, la vida es Cristo y morir una ganancia» (CIC 1010; cf. Flp 1,21). Para el creyente, la muerte no es un final, sino un regreso a casa.
Aun así, la experiencia de la muerte hiere el corazón humano. Perder a un ser querido deja un profundo vacío en nosotros. Jesús mismo lloró ante la tumba de Lázaro. Pero sus lágrimas no fueron de desesperación, sino de compasión. Al resucitar a Lázaro, y en su propia resurrección, Cristo reveló que la muerte no tiene la última palabra. «Yo soy la resurrección y la vida», dijo. «El que cree en mí, aunque muera, vivirá» (Juan 11:25).

Candles glow with light representing prayers for deceased loved ones and special intentions at St. Matthew Church, Tyrone. November is traditionally a month of remembrance in the Catholic Church. Photo by Julianna Leopold
Noviembre nos invita, por lo tanto, no solo a recordar a los difuntos, sino a reflexionar sobre la manera en la que estamos viviendo. La Iglesia nos enseña que nuestra vida terrenal es un tiempo de gracia y decisión: una preparación para la eternidad. «Y así como el destino de los hombres es morir una sola vez, después de lo cual viene el juicio…» (Hebreos 9:27). Esta verdad no pretende atemorizarnos, sino despertarnos a vivir cada día en santidad y caridad, fieles a la voluntad de Dios.
En nuestra cultura, la muerte a menudo se oculta o se trata como un fracaso de la medicina. Sin embargo, la visión cristiana la ve como un paso, un momento para encomendarnos completamente en las manos del Padre que nos creó. La Iglesia nos anima a hablar sobre la muerte, a prepararnos espiritual y prácticamente para ella, y a acompañar a quienes están agonizando con ternura y oración.
El sacramento de la unción de los enfermos, lejos de ser “la extremaunción” reservada para los últimos momentos, es un hermoso encuentro con Cristo, el Divino Sanador, que nos fortalece con paz y perdón al afrontar las pruebas de la enfermedad o la proximidad a la muerte.
Sin embargo, esta verdad contrasta marcadamente con lo que San Juan Pablo II llamó la “cultura de la muerte”. En su encíclica Evangelium Vitae (El Evangelio de la Vida), nos advirtió que la sociedad moderna trata cada vez más la vida como algo desechable, especialmente si es débil, sufre o resulta inoportuno. Esto lo vemos en la creciente aceptación del aborto, la eutanasia y el suicidio asistido. Bajo el pretexto de la “compasión” o la “elección”, estas prácticas rechazan la sacralidad de la vida y el misterio del sufrimiento.
Cuando la dignidad humana se mide únicamente por la utilidad o la comodidad, perdemos de vista la verdad de que toda vida, joven o anciana, sana o frágil, tiene un valor infinito ante Dios. La enseñanza de la Iglesia es clara: La vida es un don sagrado desde la concepción hasta la muerte natural. Terminar deliberadamente con una vida humana inocente, incluso para aliviar el sufrimiento, es un grave error moral. La compasión auténtica nunca elimina al que sufre; lo acompaña con amor.
En esta Iglesia local, tenemos la bendición de contar con las Hermanas Dominicas de Hawthorne en el Hogar de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, quienes cuidan de pacientes con cáncer incurable, así como con las Misioneras de la Caridad en el Hogar Don de Gracia, quienes atienden a mujeres con SIDA. En ambos lugares, vemos el amor y la compasión en su máxima expresión en el servicio a los enfermos terminales.
El Papa León XIV dijo: «Nuestro mundo lucha por encontrar valor en la vida humana, incluso en su hora final». En respuesta, nos recuerda: «Incluso cuando nos parece que podemos hacer poco en la vida, siempre vale la pena. Siempre existe la posibilidad de encontrar un sentido, porque Dios ama nuestra vida».
Noviembre se convierte entonces en un mes no solo de conmemoración, sino de testimonio. Oramos por los difuntos, sí, pero también defendemos la dignidad de cada persona que vive. Nos resistimos a una cultura que teme a la muerte tan profundamente que busca controlarla o negarla. La visión cristiana no huye de la muerte; la redime. En Cristo, morir se convierte en un acto de confianza: una ofrenda de nuestra propia vida en las manos del Padre que nos creó.
A medida que transcurre este mes, los invito a realizar tres actos de fe:
- Oren por los difuntos. Ofrezcan misas y oraciones por sus seres queridos. Los lazos de amor no se rompen con la muerte; se purifican y fortalecen en la eternidad.
- Acompañen a los moribundos. Visiten a los enfermos y agonizantes, consuelen a los solitarios y aboguen por cuidados paliativos que afirmen la dignidad de cada persona hasta la muerte natural.
- Reflexionen sobre su propia vida. Pregúntense si están viviendo preparados para la vida eterna, viviendo como si el cielo fuera su verdadero hogar.
Cuando oramos por los difuntos, recordamos nuestro destino común: la vida con Dios. En el duelo, encontramos esperanza; en el recuerdo, encontramos una fe renovada. La muerte, iluminada por la luz de Cristo, no se convierte en la última palabra, sino en el umbral de la gloria. Como escribió San Juan Pablo II: «El creyente sabe que su vida está en manos de Dios y que la muerte es la puerta por la que pasa al abrazo del Padre».
Que este noviembre sea para todos un tiempo de oración, reflexión y confianza renovada en la promesa de la vida eterna. Concédeles, Señor, el descanso eterno y brille para ellos la luz perpetua. Que descansen en paz. Amén.