Un tiempo para vivir y un tiempo para morir
By ARZOBISPO GREGORY J. HARTMAYER, OFM Conv. | Published octubre 28, 2022 | Available In English
A medida que el año se aproxima a su fin, la naturaleza, en cierto sentido, nos da un sermón silencioso. Los días son cada vez más cortos, el aire es más fresco y los árboles están perdiendo sus hojas. Esta es una época marcada por la muerte. La belleza de los colores del otoño da paso a árboles desnudos y campos secos.
En medio del cambio de estaciones, la Iglesia también nos invita a reflexionar sobre el final de la vida y la realidad de la muerte, especialmente durante el mes de noviembre. Todo lo que ahora vemos a nuestro alrededor algún día llegará a su fin. El Libro de Eclesiastés dice, “Hay un momento para todo y un tiempo para cada cosa bajo el sol: un tiempo para nacer y un tiempo para morir, un tiempo para plantar y un tiempo para arrancar lo plantado”.
Nacemos, vivimos y morimos. San Ambrosio nos dice que debemos tener “una familiaridad diaria con la muerte”. San Benito diría: “Ten siempre la muerte ante tus ojos”. Esto no pretende ser algo lúgubre ya que sabemos que más allá del sueño de la muerte yace una nueva vida en el poder de Cristo Resucitado. Por lo tanto, podemos decir que, “La vida cambia, no termina”. En esta tierra somos peregrinos, ya sea por poco o mucho tiempo, y la realidad es que estamos de paso.
Como cristianos, se nos anima a reflexionar sobre las cuatro últimas etapas: la muerte, el juicio, el cielo y el infierno. Al hacerlo, recordamos la naturaleza transitoria de este mundo. Aunque posiblemente no prestemos mucha atención a estos últimos aspectos en nuestra vida diaria, la liturgia enfoca nuestra atención hacia ellos. Si bien cada una de estas palabras tiene el poder de hacernos sentir ansiedad, incertidumbre y temor, reflexionamos sobre ellas bajo el punto de vista de la esperanza cristiana.
Todos hemos perdido a seres queridos en nuestras propias vidas, a veces de manera muy repentina o después de una larga enfermedad. Hemos llorado y sufrido por ellos porque extrañamos su presencia física. Esto es algo muy natural, y el dolor es una expresión profunda de nuestro amor. Cuando Jesús oyó que Lázaro había muerto, lloró por él, aunque sabía lo que haría para resucitarlo de entre los muertos. Es como si Jesús hubiese querido acercarse aún más a nosotros, en su sagrada humanidad, para consolarnos y confortarnos en aquellos momentos en que enfrentamos la muerte de quienes amamos.
El difunto Cardenal Basil Hume de Westminster escribió: “La muerte es un enemigo formidable hasta que aprendemos a convertirlo en un amigo. La muerte debe temerse si no aprendemos a darle la bienvenida. La muerte es el último absurdo si no la vemos como una realización. La muerte nos persigue cuando se ve como un viaje a la nada en lugar de una peregrinación a un lugar donde se encuentra la verdadera felicidad”.
Si bien hemos tenido que vivir la experiencia de perder a alguien a quien amamos, sabemos que Dios ha sembrado esperanza en nosotros y, al igual que San Pablo, podemos decir: “Oh muerte, ¿dónde está tu victoria? ¿Oh muerte, dónde está tu aguijón?” Este sentimiento se repite en la liturgia fúnebre: “La tristeza de la muerte da paso a la promesa brillante de la inmortalidad”. Por su propia muerte y resurrección, Jesús obtuvo el triunfo, y por tal motivo estamos llenos de esperanza.
Sabemos que después de la muerte, habrá un juicio. El Catecismo de la Iglesia Católica (CIC) afirma que, “La muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la aceptación o el rechazo de la gracia divina manifestada en Cristo. El Nuevo Testamento habla del juicio principalmente en la perspectiva del encuentro final con Cristo en su segunda venida; pero también asegura reiteradamente la existencia de la retribución inmediata después de la muerte de cada uno como consecuencia de sus obras y de su fe” (CIC n. 1021); y continúa, “Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación, bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo, bien para condenarse inmediatamente para siempre” (CIC n. 1022).
A lo largo de los Evangelios, Jesús nos advierte urgentemente que estemos preparados para el juicio. Lo hace de muchas maneras, pero principalmente a través de parábolas que retratan poderosamente el drama de la vida humana, la necesidad de tomar decisiones y las consecuencias de tales decisiones. Si bien la idea del juicio puede ser desconcertante, San Juan de la Cruz nos anima diciendo: “En el atardecer de la vida, seremos juzgados por el amor”.
Con respecto al infierno, se nos dice que, en el juicio particular, el infierno es una posibilidad. La Iglesia simplemente dice que el infierno es una separación permanente de Dios para aquellos que, a pesar del ofrecimiento persistente de misericordia y gracia de Dios, responden decisivamente, no gracias, no te quiero a ti ni quiero lo que tienes para ofrecer. Y finalmente, se describe la realidad del cielo: “Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios y están perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo. Son para siempre semejantes a Dios, porque lo ven ‘tal cual es’, cara a cara” (CIC n. 1023).
En el Día de Todos los Santos (1 de noviembre), la Iglesia nos invita a recordar a las incalculables millones de personas fieles que, a menudo, de manera desapercibida y aparentemente ordinaria e incluso mundana, han vivido vidas de extraordinaria fe, valentía y fidelidad; y que, al igual que los santos canonizados, gozan de la plenitud de la vida con Dios en el cielo. Nosotros hemos conocido a muchos de ellos, incluso en nuestras propias familias.
Al siguiente día, celebramos el Día de los Fieles Difuntos (2 de noviembre). Este día recordamos y oramos especialmente por todos nuestros seres queridos que han partido de este mundo, pero que aún esperan el día en que sus almas se unan a la compañía de aquella gran multitud que recordamos la víspera. El Catecismo afirma: “Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo” (CIC n. 1030); y continúa, “La Iglesia llama purgatorio a esta purificación final de los elegidos …” (CIC n. 1031). Las benditas almas no pueden ayudarse a sí mismas, pero nosotros podemos ayudarlas con nuestras oraciones y sacrificios. Una vez que entren en el cielo, ellas a su vez nos ayudarán.
Dios desea que pasemos la eternidad con él en el cielo. Las Bienaventuranzas que relata el Evangelio de Mateo, son esencialmente las instrucciones por las cuales llegamos allí. En palabras del Papa Francisco: “Este es el camino de la santidad, y es el mismo camino de la felicidad. Es el camino que ha recorrido Jesús. Es más, Él mismo es este camino: quien caminan con Él y pasa a través de Él entra en la vida, en la vida eterna”.
Que la paz del Señor esté con ustedes.