La compasión de la Iglesia debe extenderse a los sobrevivientes del suicidio
By ARCHBISHOP WILTON D. GREGORY, Comentario | Published junio 22, 2018 | Available In English
El Padre Charles T. Rubey es un querido amigo sacerdote que ha servido distinguidamente en Caridades Católicas en la Arquidiócesis de Chicago por casi 50 años. Durante una reciente conversación telefónica, el Padre Rubey mencionó que tenía conocimiento de varios incidentes lamentables de personas afligidas por la pérdida de seres queridos que se habían quitado la vida trágicamente, las cuales fueron tratadas insensiblemente por sacerdotes en lugar de ser consoladas. De hecho, a algunos les dijeron que su ser querido estaba en el infierno debido a su suicidio.
El dolor que cada persona siente a causa de la pérdida de un ser querido es universal, y la Iglesia tiene el deber irremplazable de consolar a la gente en nombre de Cristo en ese momento, no de avergonzarla con comentarios crueles que solo intensifican su dolor.
Durante sus cinco décadas en Caridades Católicas, el Padre Rubey ha tratado con una infinidad de suicidios, asesinatos y muertes violentas de todo tipo. Él fundó el Programa de Apoyo Afectuoso a Sobrevivientes de Suicidio “Loving Outreach to Survivors of Suicide” (LOSS por sus siglas en inglés) en Caridades Católicas de Chicago para ayudar a apoyar y consolar a las personas que enfrentan el dolor inimaginable de la trágica muerte autoinfligida de un ser querido o de un amigo.
Durante los últimos días, las noticias han estado llenas de tristes reportajes de personas prominentes que han tomado sus propias vidas, en particular, la diseñadora Kate Spade y el chef y escritor Anthony Bourdain. Tales tragedias de alto perfil nos recuerdan el hecho de que todos estamos sujetos a pruebas personales y profesionales, sin importar nuestra posición en el ámbito público o nuestro estatus en la vida. Sabemos que la salud mental es una preocupación social seria que no discrimina basada en la riqueza o la influencia, sin embargo, aquellos de nosotros de medios más moderados a menudo nos desconcertamos cuando las personas ricas sucumben a su frustración. Erróneamente asumimos que el éxito y las riquezas curan la tristeza y el sufrimiento, o por lo menos que garantizan el acceso privilegiado a la mejor atención profesional para tratar dichos sentimientos. Claramente ese no es el caso. La desesperanza destruye almas sin distinción.
La vida humana es preciosa e inviolable, como nuestra Iglesia consistentemente lo enseña. Es siempre lamentable cuando se destruye una vida a través del aborto, la guerra, la pena de muerte, la eutanasia o el flagrante desprecio de los derechos humanos y la dignidad de los pobres. Aquellos que están deprimidos severamente o desequilibrados mentalmente no siempre pueden tomar decisiones razonables y por lo tanto pudieran no ser culpables de la destrucción de sus vidas.
Solo Dios puede conocer y juzgar el corazón de alguien que toma su propia vida. Solo Dios puede conocer el estado del alma de una persona que ha llegado al final de sus límites emocionales. Si bien la doctrina de la Iglesia sobre el suicidio subraya su gravedad, nuestra compasión siempre debe extenderse hacia aquellos que pierden un ser querido a causa del suicidio (Catecismo de la Iglesia Católica 2283).
La vida nos brinda muchos momentos dolorosos, y en ocasiones estos pueden parecer insuperables. No se puede hacer un énfasis mayor sobre la importancia que tienen la familia, la fe y los amigos al enfrentar las dificultades que inevitablemente se presentan en nuestro camino. Todos nosotros probablemente conocemos a una familia, quizás incluso la propia, que ha enfrentado una pérdida violenta de un ser querido. Ellos necesitan nuestro apoyo y compasión. La Iglesia debe, ante todo, ser la comunidad que busca consolar, aliviar y apoyar a la gente en esos momentos de tragedia. Cuando nos atrevemos a hacer juicios que pertenecen solo al corazón misericordioso del Padre, violamos su propia imagen.
Mi conversación con el Padre Rubey me recordó cómo nosotros los clérigos tenemos el privilegio inmenso de curar y consolar la aflicción en la figura misma de Cristo, de la misma manera en que consolamos a quienes han perdido a un ser querido, sin importar las circunstancias. Nuestras palabras y actitudes deben imitar las del Señor que vino como el reflejo de la misericordia del Padre. Con corazones humildes, debemos dejar el juicio final de tales medidas drásticas solo a Dios, “porque su fiel amor perdura para siempre” (Sal.136).