“Comprometidos a trabajar por la armonía y justicia racial”
By ARCHBISHOP WILTON D. GREGORY, Comentario | Published agosto 4, 2016 | Available In English
Muchos gestos conocidos de honor público y reverencia pueden observarse tanto en las sociedades religiosas como en las seculares. Nosotros los católicos nos arrodillamos, hacemos la genuflexión y nos inclinamos ante el Santísimo Sacramento. Bajamos nuestras cabezas cuando se mencionan los nombres de Jesús y María. Nos damos la bendición con agua bendita cuando entramos a la iglesia. Tenemos muchas maneras de expresar físicamente nuestra reverencia por Dios y por las cosas divinas.
Asimismo, el mundo secular tiene sus propios signos de honor para las personas y eventos. Anteriormente en las sociedades occidentales, los hombres formalmente inclinaban sus sombreros ante la presencia de una dama — y muchas figuras del deporte continúan haciéndolo cuando son reconocidas o aplaudidas. El mundo militar emplea muchas expresiones de respeto, las cuales incluyen salutación, marchas de precisión y aquellas miradas inquebrantables y disciplinadas de los guardias de honor que no se inmutan ante ninguna distracción.
Bajar las banderas de una nación a media asta ante la muerte de un héroe o una figura pública importante, se ha convertido en una expresión casi universal de reverencia o un gesto comúnmente utilizado ante una gran tragedia. Desafortunadamente, recientemente hemos tenido que emplear este gesto particular con demasiada frecuencia.
Ahora bajamos la bandera de nuestro país en honor a las víctimas y las comunidades que han sufrido catastróficos actos de violencia injustificada. Durante las últimas semanas, las banderas de nuestra nación han sido bajadas con tanta frecuencia que incluso podríamos confundirnos sobre la tragedia específica que está siendo reconocida. Desde Orlando hasta Niza, desde Dallas hasta Baton Rouge, hemos bajado nuestras banderas para reconocer los terribles acontecimientos que han ocurrido recientemente en esos sitios.
Muchos otros podrían sugerir que la nación necesita una manera de demostrar duelo público por las muertes de hombres de color y la frustración y el dolor sentidos por las comunidades tras estas tragedias.
Últimamente este tipo de violencia se ha convertido en algo tan común que corremos el riesgo de desensibilizarnos ante los asesinatos brutales de personas de color, policías y primeros socorristas, personas inocentes o miembros de la comunidad LGBTQ en clubes, jóvenes estudiantes en las escuelas, compradores en centros comerciales y gente simplemente viendo una película en un cine.
Para que el acto de bajar una bandera sea realmente significativo, debe ser acompañado por la determinación de hacer más en respuesta a este tipo de tragedias. Bajar una bandera ante la muerte de una persona famosa o un funcionario gubernamental es una expresión de dolor y respeto por la pérdida. Bajar una bandera frente a la brutalidad debe ser sólo la expresión inicial externa de un pueblo dedicado a rectificar las causas de estos actos de violencia y brutalidad. Si nuestra seria determinación para abordar las raíces de la violencia está ausente en este gesto, entonces no hemos servido ni a la bandera de los Estados Unidos de América ni a la República que representa: “una nación bajo Dios, indivisible, con libertad y justicia para todos”.
La violencia como la que hemos visto recientemente es el resultado del odio desenfrenado, ya sea inspirado por una ideología o como resultado de una grave depravación mental, o tal vez una combinación de ambas cosas. Tal salvajismo se ha hecho más frecuente y horrible con la proliferación de armas de fuego, debido a nuestra evidente incapacidad para equilibrar el derecho a portar armas con medidas para garantizar que personas inestables no tengan fácil acceso a ellas.
Hemos sido testigos de la masacre de quienes fueron señalados debido a su raza, religión, orientación sexual o profesión. Hemos visto la pérdida de personas cuyas manos pudieron haber estado levantadas para rendirse o quienes iban huyendo sin representar ninguna amenaza inmediata y de otros que han sido atacados simplemente por su profundo compromiso profesional a servir y proteger, y por el uniforme que llevaban.
Estos actos de brutalidad y odio son ahora un fenómeno internacional, e inundan las redes sociales tan regularmente que podríamos estar tentados a desesperar ante el horror. Pero la desesperación, entre tantas otras motivaciones perversas, es justo lo que los autores pretenden lograr.
Nuestra fe católica y nuestro amor por nuestro país deben impulsarnos a resolver y abordar las cuestiones que están detrás de estos actos de violencia. Debemos estar comprometidos a trabajar por la armonía racial y la justicia para cada persona, a restaurar la dignidad propia que debe pertenecer a aquellos hombres y mujeres que nos sirven como primeros socorristas, a renovar nuestro respeto por toda vida humana, a entender completamente la misericordia de Dios que hemos recibido y que estamos llamados a extender a todos los demás.
“… Una nación bajo Dios, indivisible, con libertad y justicia para todos. “