Reflexiones sobre ‘la palmada’ de confirmación de tiempo atrás
By Archbishop Wilton D. Gregory, Commentario | Published agosto 1, 2013 | Available In English
Los Sacramentos siempre dejan ciertas impresiones memorables en nuestras vidas y no me refiero sólo a las consecuencias espirituales que místicamente éstos imparten. Todos recordamos los momentos especiales de nuestra vida sacramental, particularmente aquellos sacramentos que recibimos sólo una vez, como nuestra boda, nuestra ordenación, o nuestra confirmación. Esos eventos crean una huella en cada uno de nosotros que generalmente permanece a lo largo de toda nuestra vida. Y más aún, con frecuencia los revivimos al compartirlos con otros.
Uno de los gestos que obviamente ha tenido un impacto increíblemente fuerte en muchos católicos es la palmada que el obispo solía dar a los candidatos de confirmación. A pesar de que el rito de confirmación cambio en 1972, todavía hay jóvenes (y muchos adultos también) que me preguntan, “¿todavía le dan una palmada a los candidatos durante la ceremonia?”
Ya que el ritual no ha utilizado este gesto por más de 40 años, con frecuencia me pregunto cómo los niños de hoy todavía preguntan acerca de una acción litúrgica que probablemente ni siquiera sus padres experimentaron. Quizá ésto tenga que ver más con la naturaleza inusual del gesto, después de todo, los rituales religiosos no tienen la intención de generar violentos. La adoración tiene la intención de crear armonía dentro de la familia de la Iglesia. Después de todo, los obispos deben ser pastores y no tiranos. La palmada, fue usualmente descrita en un tiempo, como una preparación para que los jóvenes candidatos recordaran que debían ser capaces de sufrir por la fe (para ser fortalecidos por la dura e inevitable realidad de ser testigo de su fe en Cristo). La palmada era como el entrenamiento de campamento al que los militares se someten para “fortalecerse” antes del verdadero combate.
El Señor sabe que ser un católico hoy, trae consigo más de una ocasión en la que podemos esperar ser ridiculizados o despreciados por practicar nuestra fe. Quizá esta realidad cause que muchos adultos recuerden la palmada que recibieron durante su confirmación en su juventud.
En realidad, la palmada fue una variación de la señal de la paz que hoy es otorgada por el obispo a cada candidato después de su confirmación. Como la caricia frágil que los padres podrían dar a un hijo durmiendo, éste es un signo de afecto y ternura, más que una expresión dura de amor. Sin embargo, este gesto logro convertirse en uno de los momentos más memorables de la ceremonia de confirmación, permaneciendo por décadas en la memoria de los católicos, incluso mucho después de haber desaparecido del ritual mismo. ¡Ojalá que los gestos de otros rituales permanecieran por tanto tiempo en las mentes y los corazones de los fieles!
El intercambio de argollas matrimoniales, la entrega del Libro de los Evangelios, la consagración del cáliz y la patena, la entrega del báculo, todos éstos son momentos dentro de la liturgia que deberían y esperemos permanezcan dentro de nosotros durante los años, recordándonos lo que los sacramentos han hecho con y por nosotros; y lo que nosotros debemos hacer ahora con y por otros. Que cada vez que una persona casada mire o toque su argolla matrimonial, recuerde las promesas que ha hecho a su pareja.
Que cada vez que un diácono levante el Libro de los Evangelios, recuerde que la Iglesia lo ha encomendado con Buenas Nuevas para la vida del mundo.
Que cuando nosotros, los sacerdotes, toquemos el vaso que utilizamos durante la misa, recordemos que se nos ha encomendado alimentar y nutrir al Pueblo de Dios.
Y que cuando nosotros, los obispos, sujetamos el báculo, recordemos que el rebaño que se nos ha confiado es precioso para nada más y nada menos que para el Buen Pastor, cuyo lugar ocupamos dentro de la familia de la Iglesia.
La vida sacramental de la Iglesia utiliza elementos físicos para revelar realidades espirituales y para fortalecer relaciones humanas. Espero que ésto no sólo ocurra durante el momento del ritual sino todos y cada uno de los días de nuestras vidas.