El racismo es una enfermedad que debe ser curada
By ARCHBISHOP WILTON D. GREGORY, Catholic News Service | Published diciembre 5, 2016 | Available In English
Muchas enfermedades nos asustan—y así debe ser. Con los años, hemos aprendido detalles importantes en relación a algunas de nuestras más virulentas enfermedades —sus causas y sus curas—sin embargo, cuando ocurren brotes, incluso con nuestros avanzados descubrimientos médicos, estos pueden causar incomodidad o incluso pánico.
El Ebola, el Zika, el cáncer, la poliomielitis y las infecciones resistentes a los antibióticos pueden provocar un temor generalizado entre las poblaciones más sofisticadas.
Del mismo modo ocurre con el racismo—la creencia de que un grupo es superior a otro debido a la raza, es una grave enfermedad moral cuya recurrencia, agresividad y persistencia debería asustarnos a todos.
Como una enfermedad médica grave que parecía haber sido controlada, la gente creía que el racismo había disminuido. La elección de nuestro primer presidente afroamericano creó la sensación de que estábamos dejando atrás nuestra historia racista y que la epidemia en sí misma estaba declinando. Otros no estaban tan convencidos.
El veneno de la reciente elección presidencial y la reacción a la misma han causado que muchos crean que si pensábamos que habíamos avanzado en esa área, solo era una ilusión.
La reciente proliferación de asesinatos de hombres de color por parte de quienes se encargan de ejercer la ley y de ciudadanos que actúan como vigilantes, es un recordatorio de los linchamientos y bombardeos descaradamente racistas del siglo pasado que muy a menudo pasaron desapercibidos y sin resolver. La enfermedad del racismo claramente no ha sido curada en nuestro país ni en muchos otros lugares del mundo.
Cuando alguien puede jugar con los temores de algunos y depende de la ignorancia de otros, el racismo florece. Como estrategia política, puede que tal burla gane votos, pero destruye la unidad nacional y nuestro futuro.
Si bien es cierto que ahora existe una clase media afroamericana significativa, también es cierto que todavía existe una clase baja desproporcionada en los Estados Unidos. Tal inequidad económica debilita las defensas de la población y la hace susceptible a la propagación del racismo.
Y aunque esta desigualdad afecta a todas las razas, cuando a un grupo se le hace sentir que su situación económica es el resultado de la protección de otro grupo, la reacción es a menudo una respuesta racista.
La verdad es que desafortunadamente hay demasiada gente pobre blanca, negra y marrón. Cada grupo sufre no por el estatus de los demás sino por la explotación de los sistemas que buscan su propio beneficio a expensas de los pobres: blancos, negros y marrones.
Las actitudes surgen: “los inmigrantes están tomando nuestros trabajos”. “Las ayudas públicas solo premian la holgazanería”. “Los blancos pobres y con dificultades han sido olvidados”. Las condiciones necesarias para la transmisión del racismo se mezclaron profundamente con tales actitudes durante el reciente proceso electoral. De dejarse sin tratamiento, el pronóstico es sombrío.
Hemos regresado a un momento en la historia de nuestra nación en que los sentimientos racistas han sido admitidos como aceptables para expresarlos pública y abiertamente.
Algunos sugieren que esto es simplemente una consecuencia de nuestro derecho de libertad de expresión. Otros creen que estas actitudes y opiniones siempre habían estado presentes y que simplemente permanecían inactivas como un virus, hasta que el reciente estímulo social las reactivó. La insidiosa enfermedad moral del racismo no ha sido curada.
Una de las imágenes que el Papa Francisco le gusta utilizar al describir a la Iglesia es la del “hospital de campaña”—un lugar donde las personas que han sido heridas o están enfermas pueden ser sanadas. Este hospital de campaña de Jesucristo debe tomar la responsabilidad del Evangelio de responder a aquellos que continúan sufriendo la peste moral del racismo, ya sea como víctimas o autores.
El Dr. Martin Luther King Jr. y sus colaboradores a menudo le recordaban a la gente de nuestra nación que tanto los oprimidos como los opresores necesitan de nuestra atención y ayuda. Odiar a otra persona lastima tanto a los que sufren discriminación como a quienes discriminan y oprimen a otros.
El Ministerio de Jesús siempre estuvo dirigido tanto al pecador como a sus víctimas. No debe ser diferente para la Iglesia a la hora de curar y sanar el pecado—la enfermedad—del racismo.
Nuestra nueva administración debe reconocer y abordar el impacto mortal que el racismo y el comportamiento racista continúa infligiendo en nuestro país y su gente. Los lemas y palabras racistas pueden exacerbar la violencia y hacer gran daño a nuestro país.
Las palabras por si solas no pueden brindar sanación y reconciliación. Todos aquellos confiados con la responsabilidad de liderazgo cívico deben rechazar cualquier vestigio de racismo y odio hacia otras personas debido a su raza, religión, estatus legal o género. Nuestros líderes políticos deben actuar con rápida determinación para curar los elementos destructivos del racismo en nuestro país.
La nueva administración puede contar con la colaboración constante de la Iglesia Católica en nuestro país para ayudar a curarnos de esta devastadora enfermedad moral, para que podamos vivir juntos en paz, justicia y respeto mutuo.
Los líderes religiosos y políticos deben trabajar unidos para encontrar una cura. Las leyes solas no pueden erradicar el racismo, y solo el Evangelio puede inmunizarnos contra esta enfermedad nacional que nos amenaza a todos.