Georgia Bulletin

The Newspaper of the Catholic Archdiocese of Atlanta

Recordando a Joseph Bernardin

Published noviembre 17, 2016  | Available In English

Este es el 20 º aniversario de la muerte del Cardenal Joseph L. Bernardin, Arzobispo de Chicago, quien murió el 14 de noviembre de 1996 y fue obispo auxiliar de Atlanta de 1966 a 1968.

Cuando bajaron su ataúd por las escaleras principales de Holy Name Cathedral, lloré desconsoladamente. Había conocido a Joseph Bernardin personalmente por tan sólo 14 años, un corto período en su vida, pero que resultaría ser fundamental en la mía.

El primer año de nuestra interacción incluyó servirle como uno de sus maestros litúrgicos de ceremonia. En ese momento yo enseñaba en el Seminario de Mundelein, y a diferencia de sus otros maestros de ceremonia que eran sacerdotes de parroquia, yo generalmente tenía mis fines de semana libres. Fue así como en su primer año como Arzobispo de Chicago, a menudo pasábamos todo el día del sábado y el domingo viajando a lo largo de la arquidiócesis, la cual el apenas empezaba a conocer. Esos viajes me revelaron su lado intensamente pastoral, ya que pude observar como él se conectaba con feligreses y clero con un estilo cálido y encantador que los hacía sentirse cómodos inmediatamente.

En esos viajes yo le proporcionaba alguna información escrita de los lugares que estábamos visitando y él se mostraba agradecido de aprender sobre las comunidades a las que había sido enviado a servir y que más tarde llegaría a amar. Frecuentemente hacía preguntas que revelaban una comprensión intuitiva y mucho más profunda de estas nuevas personas y lugares, que era imposible que hubiera obtenido de los detalles históricos y demográficos que yo le había proporcionado. Él comprendía instintivamente los corazones de la gente, y eso lo demostraba desde el momento que salía de su auto en cada una de sus visitas.

Joseph era un sanador, que lo único que quería era restaurar un espíritu de esperanza en una arquidiócesis que había experimentado algunos momentos inquietantes durante los últimos años del ministerio del Cardenal John Cody, el hombre que me ordenó como sacerdote, me envió a Roma para estudiar y siempre me trató amablemente. Joseph entendía los retos a los que se había enfrentado el Cardenal Cody, y nunca lo criticó o degradó durante nuestras conversaciones. Él era un hombre compasivo que siempre encontraba espacio en su corazón para ver más allá de los defectos y errores de los demás, incluyendo los muchos que yo mismo le dejé ver.

Esos 14 años me permitieron experimentar su gran capacidad para escuchar, evaluar y lograr un consenso ante los conflictos humanos. El presidía las reuniones que sostuvo con sus obispos auxiliares con sensibilidad y respeto. Una vez nos dijo que cuando llevábamos nuestras cruces en el pecho, llevábamos con nosotros una profunda responsabilidad y autoridad comparables a la suya.

Disfrutaba de una buena risa y le encantaba burlarse de sí mismo y de nosotros. Aprendí de su gran capacidad de amar a la Iglesia incluso en momentos de conflicto y confusión. A menudo citaba al Reverendísimo Paul J. Hallinan, su Arzobispo en Atlanta: ¡Ahora la confusión está un poco más clara!

Joseph era para mí mucho más que simplemente mi arzobispo. Él era mi pastor, mi mentor, mi amigo y hermano. Cuando me instaló como Obispo de Belleville, Illinois, fue como cuando un padre deja partir a su hijo con confianza, amor y orgullo. Aun cuando estaba encantado de ser el pastor de esas maravillosas personas en el sur de Illinois, sabía que también era un momento en que mi relación con Joseph estaba pasando por una nueva transición. Ahora era su colega en el servicio de la Iglesia de una nueva manera. Creo que estaba tan orgulloso de mí como yo estaba agradecido con él.

Dos años más compartiendo con él me proporcionarían una visión más profunda de este hombre de fe. En enero de 1995, Joseph me pidió que lo acompañara a Manila para participar en una conferencia sobre el flagelo de la pornografía infantil. Esa sería la última vez que pasaríamos juntos un momento personal significativo. Al igual que en esos viajes a las parroquias en Chicago durante su primer año como Arzobispo, él me permitió entrar en su gran corazón pastoral mientras trabajaba con sus compañeros ecuménicos para enfrentar esta plaga y escándalo.

Durante nuestro viaje de Chicago a Manila, las conversaciones en el avión variaron ampliamente, pero todas parecían volver a su deseo sincero de que la Iglesia debía estar siempre al servicio de cualquier persona que hubiera sido lastimada o explotada. Creo que Joseph nunca conoció personalmente a Jorge Mario Bergoglio, quien para ese entonces era todavía un obispo auxiliar en Buenos Aires, pero seguro hubieran sido almas afines en su devoción por la misión de la Iglesia.

Unos meses después de regresar de Manila, Joseph fue diagnosticado con cáncer de páncreas. Durante los meses siguientes, personas a lo largo de nuestra nación lo mantuvieron en sus corazones. Sin embargo, para él, la resistencia que encontró de algunos miembros de la jerarquía americana ante su fuerte amonestación de que necesitábamos encontrar y explorar un terreno común para abordar los desafíos que enfrenta la Iglesia, fue aún más dolorosa que el cáncer. Por supuesto, el tiempo ha repetidamente demostrado que Joseph tenía razón.

Fue por eso que lloré cuando partió al Mausoleo de los Obispos en el Cementerio de Mount Carmel a la espera de la resurrección. Había perdido a Joseph, mi padre y hermano, y la Iglesia había perdido una voz sabia y profética.